Sucede que escuchándote
hablar de tu viaje de cada día
y de cómo a diario mueres,
sin notarlo, sin querer,
caí en la ruta de tu viaje vespertino
y, atestiguando tu recurrente muerte,
presencié también la mía.
Y allí me vi:
Descalza, libre, liviana e iridiscente
en medio de un camino boscoso…
Mis pies, caminando en total libertad
sobre un lecho de hojas.
La luz del Sol filtrada por las ramas
de los más imponentes árboles,
cargados de hojas tan vivas
que el mero verde las mantiene
prendidas a las ramas.
Los azules vibrantes, saltando de emoción…
Intensos e increíbles, con su belleza
capaz de herir los ojos.
El musgo y las hojas formando
sobre el camino una capa de tal perfección
y suavidad, que cada paso resulta
en una caricia a mis pies.
El río, lecho vivo, fluyendo feliz y cantarino
con su caudal de aguas transparentes
y cristalinas; riendo y amando la vida…
Reconociendo y acariciando cada roca
puesta en su curso.
Mis ojos, de alguna manera,
alcanzan a ver la vida bullendo
en cada milímetro de espacio…
Todo brillando ante mí, latiendo ante mí,
palpitando ante mi mirada.
Y en medio de este glorioso canto a la vida,
la comprensión contundente
de que ya el reproche de la existencia
carece de razón y sentido.
La certeza de que
lo único real y permanente
es la alegría de Ser…
Ser por siempre.
Ser por nunca.
Por una eternidad efímera.
Por un segundo eterno.
Solamente…
SER.
Inspirado en «El Origen» del libro «Viaje a los Elementos» del poeta Andrés González Cruz